jueves, 21 de julio de 2016

LUTERO, EL EVANGELISTA DE LA LIBERTAD GNÓSTICA

Traducción del artículo publicado en Italiano por Danilo Castellano en la revista INSTAURARE OMNIA IN CHRISTO, año XLIV, Nº 2 (Mayo-Agosto de 2015), Udine, págs. 9-12, vía RADIO SPADA.

PRIMERAS CONSIDERACIONES A PROPÓSITO DE «REHABILITAR» A LUTERO
 
1. Se viene afirmando por algún tiempo que Lutero debe servir de inspirador en las grandes reformas, espirituales y de gobierno, que presencia la Iglesia (católica) en los próximos años. Lo ha dicho, por ejemplo, recientemente el cardenal Reinhard Marx, arzobipo de Múnich y Frisinga y actualmente presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. La opinión es difusa. En alto y en bajo. Tanto que en alguna Iglesia particular (italiana) están ya organizando iniciativas para «beatificar» a Lutero, en un tiempo considerado herético y apóstata y contra su Reforma la Iglesia (católica) ha reunido uno de sus principales Concilios, el de Trento. Los tiempos –dicen– han cambiado. Ha pasado mucha agua debajo del puente. La misma verdad –afirman– habrá evolucionado. Perciò estaría cercano el momento de «repensar» la Reforma y de aplicar una que no sea una «Contrarreforma» sino una verdadera Reforma en continuidad con la luterana, no en oposición a esa; una Reforma radical de la Iglesia, sea bajo el perfil dogmático (los dogmas –sostienen– deberían ser abandonados), sea bajo el perfl institucional (la Iglesia debería ser solo «espiritual» y sobre todo «popular»), sea bajo el perfil moral (no más la ley, sino la promoción de la «autenticidad» de la persona; no más los Mandamientos –mucho menos los Diez dados a Moisés–, si no la libertad). No hay duda que Ecclésia semper reformánda. La reforma es una necesidad vital sobre todo de la Iglesia militante y de la Cristiandad. Esta debe tender a la contínua renovación, a comenzar por lo espiritual y por lo moral. Si ella no cultivase esta exigencia, decaerá y a la postre morirá. La renovación, la tendencia a la perfección, no es sin embargo el fin perseguido por la Reforma protestante. Es, de hecho, reforma y reforma. La Iglesia también en los siglos antecedentes a Lutero ha tenido necesidad de reformas. Y las ha realizado.
  
Bastaría pensar, a título de ejemplo, en las reformas por las cuales estaba comprometido el benedectino Hildebrando de Soana (1020/21-1085), electo Papa con el nombre de Gregorio VII, y a la realizada por Francisco de Asís (1181/82-1226). Uno y otro se empeñaron en la «restauración» de la Iglesia; «restauración» que no es ni conservadurismo ni «revolución» gnóstico-ideológica, sino «renacida» como compromiso contínuo, sea en la fidelidad a la Palabra, sea a una praxis de vida coherente con y conforme al orden moral querido por Dios. La misma Contrarreforma –como ha sido ampliamente demostrado– no es una mera y estéril contraposición a la Reforma protestante: es más bien un programa y una obra de intensa renovación en la fidelidad doctrinal al Depóito recibido de Cristo, custodiado y transmitido por la Iglesia en el plano educativo. Más recientemente la Iglesia ha gozado de una notable y fructuosa reforma, la anhelada por san Pío X, que hoy o es simplemente ignorada y rechazada o, por el contrario, instrumentalizada para justificar decisiones que señalan, para usar una feliz expresión de Pablo VI, el ingreso del humo de Satanás en la iglesia posconciliar. Identificar, por tanto, la Reforma luterana con la siempre necesaria reforma de la Iglesia y en la Iglesia es un error, fruto o de la ignorancia o de la mala fe.
  
2. El error más grande de esta confusión/identificación está en el no ver el carácter gnóstico de la Reforma. En su origen –es verdad– el gnosticismo luterano no es explícito. Mejor: es evidente solo a quienes llevan a las extremas consecuencias el significado de las afirmaciones y de la tesis. La Reforma manifestará en el tiempo su verdadera esencia. El develamiento del gnosticismo del luteranismo será hecho por Hegel. El luterano Hegel, de hecho, pondrá en relieve las opciones fundamentales de la Reforma, que recoge y desarrolla semillas de pensamiento esparcidas también en y por aglunos filósofos cristianos y de teólogos precedentes a Lutero y de los cuales Lutero depende en ciertos aspectos. La Reforma, por tanto, es in último análisis una «revolución gnóstica», racionalística. Ella hace depender sus afirmaciones por «decisiones originarias» que representan, justamente, opciones no justificadas por la realidad, sino solamente afirmadas, impuestas sobre y contra la realidad. Esto vale, por ejemplo, para la libertad, entendida como «libertad negativa» que, a su vez, coherentemente lleva al primado de la conciencia sobre el ordn (la conciencia como única fuente del bien y del mal; así, la conciencia subjetiva no es sensibilidad confrontada ante el orden, pero pretende ser el orden en sí) y al libre examen de la Escritura, bien como examen absolutamente individual, bien como examen «comunitario» (como examen del pueblo definido de Dios: es la posición, en última instancia, también de diversos autores católicos contemporáneos, como por ejemplo el cardenal Kasper). Las «decisiones originarias» de la Reforma apuntan el primado/afirmación del querer sobre la razón; son imposiciones de actos de (supuesto) poder del hombre sobre la realidad. Esas, por lo tanto, son la renovada manifestación del orgullo que caracteriza el pecado original: el orden de la creacióne es «plegado» a la voluntad humana.
  
3. El resultado, que trae la «revuelta» de Lutero contra la Iglesia (católica) a la cual pertenecía y a la cual sugirió permanecer fiel a la madre (aunque después de haber dado vida a la autollamada «Iglesia reformada»), está ligado a esta construcción. Pudo ser favorecido por los errores del Clero católico y por exageraciones. Ciertamente fue facilitado por la decadencia de la Iglesia del siglo XVI, especialmente en Alemania; decadencia cuyas causas según, por ejemplo, el cardenal Nicolás de Cusa estaban en la entrada de muchos indignos en el estado eclesiástico, en el concubinato del clero, en el cúmulo de beneficios (sin cumplir a los oficios) y en la simonía. Eso no le quita que sea en sí un error: no es lícito, de hecho, intentar remediar un error sosteniendo uno más grave. A eventuales defectos se necesita remediar teniendo por modelo la perfección del ser; el error se corrige sobre la base de la verdad, no sobre la base de otros y más graves errores. Los errores de Lutero son muchos. Tal vez ellos son evidenciados por las contradicciones intrínsecas a sus tesis. Los errores de Lutero son principalmente dogmáticos, morales y eclesiales. No faltan, empero, errores de otro género. Sobre algunos de estos traeremos la atención en breve. Los errores de Lutero fueron sacados a la luz no solo por aquellos que luego se le opusieron «dialécticamente» (en modo particular por los Dominicos), sino también y sobre todo por la Bula Exsúrge Dómine del papa León X (15 de Junio de 1520). Con esta Bula el Papa, obrando muy y oportunamente «esclarecido», confutó con firmeza gran parte de las proposiciones de Lutero, algunas de las cuales fueron juzgadas heréticas, otras escandalosas, otras aún falsas, y otras en fin capaces de ofender particularmente las almas de los sencillos. Sobre todo, especialmente, –como se ha señalado– la doctrina luterana fue confutada y condenada por el Concilio de Trento. Que no es oportuno ni elencarlos ni entrar en el mérito de muchas tesis que tienen un relieve notabilísimo sobre el plano doctrinal y consecuencias graves sobre el plano práctico. Bastará recordar que teorías como la de la «justificación», del «libre examen», del «servo arbítrio» inciden pesadamente sobre el plano moral. No menos relevantes (erróneas y dañosas) son, además, las doctrinas de la «consubstanciación» (elaborada en polémica con la «transubstanciación»), de la «sola Scriptúra» (con la cual se intentaba negarle valor a la «Tradición»), de la ilicitud del culto a la Virgen y a los Santos, etc. León X debía intervenir con una segunda Bula, la Decet Románum Pontíficem, del 3 de Enero de 1521, con la cual excomulgó a Lutero después de haber tenido conocimiento de sus herejías y de su «gran rechazo» de presentarse a Roma.
  
Está escrito –fundadamente– que la Reforma es el enzalsamiento del espíritu contra la autoridad, de la energía del individuo contra las ideas. No lo fue inmediatamente y explícitamente, porque Lutero, como observó un autor de las muchas derivas (Maritain), tenía de la vida un concepto dogmático y autoritario. Ello no le impide, todavía, dar lugar a la premisa del radical inmanentismo moderno principalmente a través de la instituida oposición de Fe y obras, del Evangelio y la ley. El desarrollo de las «opciones» luteranas conllevará, en consecuencia, a una incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, entre la ley moral y la autenticidad. Poco importa que el mismo Lutero haya favorecido, bajo diversos perfiles perfiles y por múltiples razones ocasionales, la génesis del Estado moderno, liberal en cuanto Estado mas absolutamente iliberal en confrontación al hombre individualmente considerado. Lo que constata es el hecho que las doctrinas modernas de la libertad serían incomprensibles sin Lutero; mejor: no hubieran nacido, no se hubieran desarrollado ni afirmado históricamente. La tesis idealística, por tanto, es a este propósito descriptivamente fundada, también si el juicio de valor de Hegel, de Benedetto Croce, de Giovanni Gentile y de muchos otros sobre este proceso no es compartible.
  
4. El modo de entender la libertad es el nodo por el cual se desarrollan coherentemente todas las doctrinas (dogmáticas, éticas, políticas, jurídicas, eclesiales, etc.) que deben su vida al luteranismo. El luteranismo la entiende como la absoluta y sola afirmación del querer. La voluntad, cualquier voluntad, que se afirma, que deviene efectiva, es realización de la libertad. La voluntad, para ser libre, no debe tener guías (no debe ser dirigida ni por la razón ni por el magisterio) y no debe experimentar intervenciones externas de ninguna clase, porque estas imponen límites a su proceder y a su afirmación. Célebre, por ejemplo, por lo concerniente a la moral es la ironía polémica de Hegel (un luterano coherente) contra las costumbres practicadas en su tiempo por los Jesuitas (erróneamente identificados con la Iglesia Católica), los cuales en medio de la noche en algunas regiones hacían sonar las campanas para recordar a los cónyuges sus deberes. También estas formas de intervención lesionarían la libertad «interior», la única libertad; la libertad que, para ser tal, debe refutar leyes, reclamos, indicaciones, guías espirituales (institucionales y personales). En síntesis, la libertad debe ser ejercitada con el solo criterio de la libertad, es decir, con ningún criterio. No es la verdad, por lo tanto, la que hace libres como se lee en el Evangelio (Juan 8, 32), sino la libertad. La libertad reivindicada por Lutero es la libertad gnóstica, la que se rehúsa a servir libremente, porque intenta solamente dominar, afirmándose a sí misma.
  
5. Las consecuencias –también graves– de este modo de entender la libertad no son pocas. La época moderna es caracterizada propiamente por éste. El denominado «principio de inmanencia» propio de la Reforma ha revoluzionado todos los sectores de la vida.
 
5a) Sobre el plano del conocimiento, eso ha significado el pasaje de lo teorético a lo teórico. La metafísica es abandonada. Declarada inaccesible o inútil, será sustituida por la verdad construida y, por consiguiente, convencional. Es significativo que Hegel (un luterano coherente, como se ha dicho, es un pensador de clase) había sostenido que la verdad es solo la verdad del sistema: «la verdadera forma en la cual la verdad existe –escribió, de hecho, el filósofo tedesco– puede ser solamente el sistema científico de ésta». Luego la incontrovertibilidad estaría en la sola coherencia respecto a premisas asumidas acríticamente como fundantes del sistema mismo. Así, la filosofía se hace ciencia, como ésta es entendida por el cientificismo. Por eso la filosofía sería por definición nihilista en cuanto, en primer lugar, sea convencional. La convencionalidad del saber es, sin embargo, la autonegación del saber. La convencionalidad es necesariamente racionalística en cuanto el sistema es elaborado en el escritorio y sobrepuesto a la realidad. Aún antes de Hegel, otro pensador en intermitencia protestante bajo el perfil formal pero siempre de cultura y de formación protestante (también por los breves períodos en los cuales se hizo formalmente católico), había sostenido que para «leer» la realidad se necesita elaborar primero los criterios con los cuales se la ha de leer. La realidad no era (y es) para considerarse condición del pensamiento, sino que ésta es condición de la realidad: «antes de observar –sostiene, de hecho, Rousseau– se hace necesario tener las normas para las observaciones; se necesita hacer una escala para referirse a las medidas que se tomen». Para la verdadera filosofía, consecuentemente, con la Reforma y a causa de la Reforma, inicia un período de crisis, contrario a cuanto comúnmente se piensa. La cosa es grave, porque de la convencionalidad del saber derivan las ilusiones de los sistemas y de los antisistemas; deriva la inútil carrera a los espejismos, erróneamente confundidos con la realidad. La crisis profunda en que cayó actualmente también la Iglesia (católica) es, en parte, debida propiamente a la desaparición del saber metafísico, que no solo no es investigado, sino que es combatido. La creencia según la cual las doctrinas (sobre el plano filosófico) y los dogmas (en el plano teológico)  es bueno sean ni investigadas, ni repropuestas, ni consideradas está difundida también a nivel de la cultura antropológica. Por subrogar la metafísica se recurre, después, siempre más frecuentemente, a las «decisiones compartidas», las cuales ofrecen verdades «sociológicas», siempre cambiantes y privadas de real fundamento. Se considera escapar del relativismo institucionalizándolo y haciendo, así, depender la «verdad» de las modas y de los tiempos. Bajo esta premisa, la Iglesia nada tendría para decir a los hombres.
  
5b) En el plano moral, la Reforma considera que la ética depende de la conciencia subjetiva: es bueno lo que el sujeto considera que es bueno, es malo lo que el sujeto tenga como malo. El bien y el mal dependon, en consecuencia, del sujeto. Él no es el dóminus. La concienza es considerada facultad naturalística, fuente del bien y del mal. Rousseau, después de Lutero pero en continuidad con Lutero, dirá que la «conciencia es la voz del alma». Ella no engaña. Ella es la verdadera (y única) guía del hombre: ella es al alma lo que el instinto es al cuerpo. La conciencia, por consiguiente, aparece exaltada. En realidad es humillada, reducida en último análisis a «pulsiones e instinto» del espíritu entendido como subjetividad caracterizada por la «libertad negativa». Una especie de vitalismo que hace del hombre una criatura sin razón, sin autonomía y sin responsabilidad: «auténtico», en el sentido de la inmediata espontaneidad; un ser, por tanto, inocente. Puede parecer extraña esta doctrina de la conciencia que debería entreabrir al optimismo, el cual pareciera no solo lejano, sino opuesto al «pesimismo» luterano. En cambio, no lo es tanto. Lutero, de hecho, pone las premisas para el elogio de esta conciencia/no conciencia, para el nihilismo ético que termina, por exigencias de sola convivencia, por buscar puntos de apoyo en la ley positiva del Estado o en la normatividad sociológica. La doctrina del Estado ético, vale decir, creador de la ética, de Hegel lo confirma.
  
5c) En el plano político, la doctrina de Lutero está en el origen del Estado moderno, concebido como instrumento de castigo para la maldad humana. El Estado es necesario a causa de ésta. Lutero, también a causa de su formación agustiniana (algunos –Maritain, por ejemplo– han dicho, dicen que a causa de un agustinismo mal «leído»), considera que la autoridad no sea un bien en sí, siempre útil al hombre (Tomás de Aquino, por ejemplo, la consideró al contrario indispensable también en el paraíso terrestre; incluso antes de acontecer el pecado original). Ella es un «mal necesario», como continúan repitiendo muchos. El Estado moderno, entonces, sobre todo a partir de la paz de Ausburgo (1555), se hizo «intolerante». Tan «intolerante» que constreñía a muchos protestantes a abandonar la Europa para poder preservar sus propias, y erróneas, convenciones acerca de la consciencia, la libertad y la religión. La doctrina luterana refuerza, ya en virtud de un articulado y gradual proceso, el absolutismo, que no tardará en «invertirse» en la democracia moderna, en particular invocando la soberanía popular, la cual es la «otra» vía, respecto a la del Estado moderno «fuerte», para afirmare la «libertad negativa», la voluntad sin razón, el absoluto primado del hombre sobre cualquier orden, incluido el de la creación.
  
5d) De aquí el distorsionamiento del significado de «pueblo». Lutero, por una parte, recoge para este propósito fermentos ya presentes en los siglos medievales y valoriza por tanto doctrinas ya elaboradas; por otra, inyecta en estas alimento con su teoría de la conciencia y de la libertad. el pueblo deviene politícamente un conjunto de individuos absolutamente libres de determinar su destino sobre la base de la sola voluntad. Es el pueblo «soberano» que, como el «Soberano» del absolutismo, depende (para usar las palabras de Bodin) únicamente del poder de la propia espada. El poder deviene en la fuente de «legitimación» de los actos. No, tampoco, la «potéstas» y siquiera la «auctóritas», también si estos términos se conservan, se usan y se continuará en usarlos impropiamente como atributos característicos del denominado «poder político». El poder brutal en la doctrina de Lutero es considerado característica de la política. Creencia, esta, actualmente generalmente difundida. Se trata de un error consecuente a la trasformación de la verdad en verdad del sistema o, peor, en verdad como tal asunta en virtud o de convenciones o de la efectividad sociológica. Todo esto es evidente en el slogan (erigido como criterio) «políticamente correcto», que significa simplemente «coherente» respecto al sistema. No van buscando, por tanto, el fundamento y la legitimidad del ejercicio del «poder político» (también si de hecho, después, viene erróneamente establecido en el «consenso» moderno). Lo que resalta es que el ejercicio del poder no representa una smentita de las premisas del sistema (assunte come vere) o una aplicación incoherente del sistema mismo.
  
5e) Como ha sido justamente subrayado (cfr. G. SANTONASTASO, Las doctrinas politícas de Lutero a Suarez, Milán, Mondadori, 1946, p. 11), la Reforma, en lo concerniente a su aspecto político, es contradictoria: de una parte, de hecho, ella utiliza (impropiamente) la concepción sagrada de la autoridad, heredada del Medioevo; de otra, apoyándose sobre todo sobre la nueva doctrina de la conciencia y sobre la teoría del libre examen, pone –como se ha dicho– las premisas de la soberanía (sea la del Absolutismo, sea la popular). Esto vale también para lo atinente a la concepción de la Iglesia, la cual, sea a causa de la consideración de Jesús como único testigo, sea a causa de la aplicación de la tesis según la cual «omnes in Christo sumus sacerdótes et reges, quicúmque in Christum crédimus» –como escribe textualmente Lutero en De libertáte christiána (Weimar, vol. VII, p. 56)– padece un cambio radical. Ella no es vista y definida como un organismo (un cuerpo, aunque místico, visible), fundado por Cristo y animado por el Espíritu Santo, sino como una mera organización. La Iglesia como sociedad/institución convertida, así, (al menos virtualmente) en enemiga del pueblo: entre el pueblo y la sociedad habría una contraposición que debe ser resuelta a favor del pueblo que corresponde simultáneamente al sacerdocio, profecía y realeza. La sociedad perfecta de los congregados bautizados que profesan la misma fe y ley de Cristo, participan en los mismos sacramentos y obedecen a los legítimos Pastores, principalmente al Papa, viene sustituida en la asociación de los predestinados que dan vida a una comunidad puramente espiritual, privada de jerarquía. Es el «pueblo», de hecho, detentador de las riquezas, y, por tanto, los pastores de ellos deberían depender de él.
  
6. No son estas las únicas cuestiones planteadas por la Reforma. Aunque limitándose a estas, sin embargo, parece que Lutero no pueda ser propuesto como modelo de las «grandes reformas» que actualmente necesita la Iglesia. A propósito, entonces, no se están aquí considerando los aspectos morales, los objetivamente conocidos, de la personalidad de Lutero. Aunque siendo cuestiones morales graves, no parece oportuno insistir (como ha hecho en el pasado cierta publicista católica) sobre el homicidio cometido por él de joven, sobre su decisión de «desposar» una monja, sobre sus hábitos no ciertamente ejemplares -por cuanto recuerdan algunos vicios que la Iglesia justamente definió como pecados-. No lo ha hecho tampoco el Concilio de Trento, que ha mantenido un nivel teológico alto aunque contraponiéndose a la Reforma. Se dirá que las cuestiones doctrinales dividen. Sobre todo hoy se asigna un primado a la praxis. La praxis, sin embargo, depende siempre (implícitamente o explícitamente) de la teoría. De cualquier modo, también el primado de la praxis es una cuestión que no puede considerarse carente de problemas. También sobre esto será oportuno regresar. Se presentaron aquí algunas reflexiones y consideraciones preliminares para un discurso (de hacerse) más amplio y más profundo.

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