lunes, 22 de febrero de 2016

LA IMPORTANCIA DE LAS BUENAS LECTURAS

Fray Luis de Granada, OP
  
“La palabra de Dios todas las cosas obra y puede, como el mismo Dios, pues es instrumento suyo. Y así la palabra de Dios resucita muertos, reengendra a los vivos, cura a los enfermos, conserva a los sanos, alumbra a los ciegos, harta a los hambrientos, esfuerza a los flacos y anima a los desconfiados. Con ella se consuela a los tristes, y se alegra al atribulado, y se mueve a penitencia al duro, y se derrite más al que está blando.
  
Pues si tan grandes y maravillosos efectos obra en las alma esta luz. ¿Qué cosa más para llorar que ver tan desterrada esta luz del mundo?, ¿qué ver tantas y tan palpables tinieblas?, ¿tanta ignorancia en los hijos?, ¿tanto descuido en los padres, y tanta rudeza y ceguedad en la mayor parte de los cristianos?
 
¿Qué cosa hay en el mundo más digna de ser sabida que la Ley de Dios, y qué cosa más olvidada? ¿Qué cosa más preciosa, y qué más despreciada? ¿Quién entiende la grandeza de la obligación que tenemos al amor y servicio de nuestro Criador? ¿Quién comprende la fealdad y malicia de un pecado, para aborrecerlo sobre todo lo que se puede aborrecer? ¿Quién asiste a la Misa y a los divinos oficios con la reverencia que merecen? ¿Quién santifica las fiestas con la devoción y recogimiento que debe?
  
Vivimos como hombres encantados, ciegos entre tantas lumbres, insensibles entre tantos misterios, ingratos entre tantos beneficios, endurecidos y sordos entre tantos azotes y clamores, fríos y congelados entre tantos ardores y resplandores de Dios. Si sabemos alguna cosa de los mandamientos y doctrina cristiana, sabémoslo como picazas, sin gusto, sin sentimiento ni consideración alguna de ellos. De manera que más se puede decir que sabemos los nombres de las cosas, y los títulos de los misterios, que los mismos misterios.
  
Entre los remedios que para desterrar esta ignorancia hay, uno de ellos, y no poco principal, es la lectura de los libros de católica y sana doctrina, que no se entremeten en tratar cosas sutiles, sino doctrinas saludables y provechosas. Y por esta causa los Santos Padres nos encomiendan mucho el ejercicio de esta lectura.
 
San Jerónimo, escribiendo a una virgen nobilísima, Demetria, la primera cosa que le encomienda es la lectura de la buena doctrina, aconsejándole que sembrase en la buena tierra de su corazón la semilla de la palabra de Dios, para que el fruto de la vida fuese conforme a ella.
 
San Bernardo, escribiendo a una hermana suya, le aconseja este mismo estudio, declarándole muy por menudo los frutos y efectos de la buena lectura. Y, lo que más es, el Apóstol San Pablo aconseja a su discípulo Timoteo, que estaba lleno de Espíritu Santo, que entretanto que él venía, se ocupase en la lectura de las Santas Escrituras. Moisés, después de propuesta y declarada la Ley de Dios, dice así: 
“Estas palabras que yo ahora te propongo en tu corazón, enseñarlas has a tus hijos, y pensarás en ellas estando en tu casa, y andando camino, y cuando te acostares y levantares, y atarlas has como una señal en tu mano, y escribirlas has en los umbrales y en las puertas de tu casa”.
 
No sé con qué otras palabras se pudieran más encarecer la consideración y estudio de la ley y mandamientos de Dios, que con éstas. Y como si todo esto fuera poco, vuelve luego en el capítulo II del mismo libro (Deut.), a repetir otra vez la misma encomienda con las mismas palabras, que es cosa que pocas veces se hace en la Escritura. Tan grande era el cuidado que este hombre quería que tuviésemos de pensar siempre en la Ley de Dios.
 
Pues, ¿quién no ve cuánto ayudará para esta consideración tan continua que este profeta nos pide, la lectura de los libros de buena doctrina, que siempre tratan de la hermosura y excelencia de la Ley de Dios, y la obligación que tenemos de cumplirla? Porque sin la doctrina de la lectura, ¿en qué se podrá fundar y sustentar la meditación, siendo tan hermanas estas dos cosas entre sí, pues la una presenta el manjar, y la otra lo mastica y digiere, y traspasa a los senos del alma?
 
Pudiera probar esta verdad con ejemplos de muchas personas que yo he sabido haber mudado la vida movidos por la lectura de buenos libros; y de otras que he leído, de las cuales crecieron tanto en santidad y pureza de vida, que vinieron a ser fundadores de Órdenes Religiosas, en que otros también se salvasen como ellos.
 
Entendió esto muy bien Enrique VIII, el cual pretendió traer a su error a ciertos Padres de la Cartuja, y viendo que con muchas vejaciones que para esto les hacía no los podía inducir a su error, al cabo mandó que les quitasen todos los libros de buena y católica doctrina, pareciéndole que quitadas estas armas espirituales con que se defendían, fácilmente los podría rendir. En lo cual se ve la fuerza que estas armas tienen para defendernos de los engaños de los herejes, pues las quería quitar quien pretendía engañar.
  
Pues si tal es la virtud de estas armas, ¿por qué no trabajaremos de armar con ellas al pueblo cristiano? Vemos que uno de los grandes artificios que han tenido los herejes para pervertir a los hombres, ha sido derramar por todas partes libros de sus blasfemias. Pues si tanta parte es la mentira, ¿cuánto más lo será la verdad bien explicada y declarada con sana doctrina para aprovechar, pues tiene mucho mayor fuerza que la falsedad?
  
Y si los herejes son tan cuidadosos y diligentes para destruir las almas por este medio, ¿por qué no seremos nosotros más diligentes en usar de estos y de otros semejantes medios para salvarlas?”
   
FRAY LUIS DE GRANADA. Guía de Pecadores, Prólogo galeato (en defensa de la obra).

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