viernes, 16 de diciembre de 2011

SAN JOSÉ, GRAN DEVOTO DE MARÍA SANTÍSIMA

De Radio Cristiandad transcribimos este artículo sobre San José, donde se demuestra que él es modelo de devoción a María Santísima


Nada más a propósito para demostrar la excelencia de la devoción a María y las gracias preciosas que ella puede obtenernos, que las hermosas palabras del Libro de la Sabiduría y que la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, aplica a María:

Amo a los que me aman, y los que me buscan con diligencia me hallarán. Tengo en mi poder las riquezas y la gloria, la abundancia, la magnificencia y la justicia, para enriquecer a los que me aman y colmarlos de bienes (Prov. VIII, 17-21).

Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor de Dios, de las luces celestiales y de la santa esperanza; bajo mi protección se camina por la senda de la verdad; en mí se halla la esperanza de la vida y de la virtud (Ecli. XXIV, 24-25).

Bienaventurado el que escucha mi voz, que vigila cada día a mi puerta, y es fiel en honrarme con perseverancia (Prov. VIII, 34).

¿Cómo podremos, después de estos testimonios del Espíritu Santo, apreciar la felicidad de San José, que fue elegido para honrar, amar e imitar a María, y ofrecerse como el primer perfecto modelo de la devoción que todos debernos tener a la purísima y santísima Madre de Dios?

San José, maravillado de la virtud que veía resplandecer en María, sentía en su Corazón el mayor respeto por esta Virgen incomparable, aun antes que el Ángel le revelara el adorable misterio que en Ella se había cumplido por obra del Espíritu Santo; y ¡cómo creció su veneración cuando supo que esa era la Virgen augusta anunciada desde el principio del mundo, deseada y esperada por los justos y los patriarcas de todos los tiempos!

Iluminado por la luz purísima de la fe, José está lleno de respeto hacia María, que, sin dejar de ser Virgen, es la Madre del Hijo de Dios, dignidad que la levanta por sobre todo, excepto Dios, dice San Anselmo.

¿Cuáles eran los sentimientos de José cuando contemplaba a María, tan profundamente humillada cuanto estaba elevada en dignidad, abajarse ante él para pedirle consejo en todo y tributarle los más humildes servicios, y cuando miraba a Jesús honrar a María como a su Madre divina?…

Desde aquel día, San José me honraba como a su reina, y yo me humillaba hasta tributarle los últimos servicios, son palabras de María Santísima, en sus revelaciones a Santa Brígida.

Para imitar a San José y al divino Salvador, debemos estar plenos de respeto hacia María, y enteramente dedicados a su servicio. Si Dios dice en su Evangelio que todo lo que habremos hecho para el más pequeño de sus siervos, lo considerará como hecho a Él mismo, ¿cuánto nos empeñaremos para propagar doquiera el culto de su divina Madre, defender sus sublimes prerrogativas y ganarle muchos corazones?…

La Santísima Virgen sabía templar tan bien su modestia y angelical dulzura, el honor y el esplendor que le daba su título de Madre de Dios, que el profundo respeto que San José le tenía, no disminuía en nada sus afectuosos sentimientos.

Pero los dos corazones estaban estrechamente unidos; ni hubo jamás afecto más santo y más puro que el de María y el de José. Se amaban con amor sobrenatural, fundado sobre las gracias inefables que habían recibido de Dios, y sobre el amor de Jesús, que fue el vínculo indisoluble de su alma.

El amor que se tenían María y José era espiritual, casto y santo, ya que sus corazones ardían en la Llama de Amor Santo de Dios

José no ignoraba que debía a María las gracias y sublimes privilegios con que Dios lo había adornado, y María estaba penetrada de la más viva gratitud por todas las atenciones de José y por los eminentes servicios que le prestaba, protegiendo, al mismo tiempo que su humildad y su virginidad, el honor de su Hijo divino. A medida que se descubrían mutuamente los tesoros de virtud y de méritos que Dios les había prodigado, su afecto crecía de día en día.

¡Ah! si los Santos que no conocieron a María sino a través de las pocas palabras que se leen en el Evangelio, se sintieron trasportados de amor hacia esta Madre; si San Bernardo declara que no conocía felicidad mayor y más pura que la de hablar de María; si el hijo de Santa Brígida repetía incesantemente que nada le consolaba tanto como el saber el grande amor que Dios tiene a María, agregando que habría aceptado de buen grado todos los tormentos para impedir que María perdiese, si tal fuera posible, un solo grado de gloria y de felicidad, ¿cómo podremos hacernos una idea exacta del amor, de la complacencia y estima de José por aquella Virgen inmaculada, de quien pudo contemplar, por el espacio de treinta años, las sublimes y más heroicas virtudes, que la colocaron por sobre todos los Ángeles y Santos?…

No somos aventurados al afirmar que, después de Jesús, nadie amó tanto a María como José, porque nadie pudo conocerla mejor que Él, y nadie estuvo unido a Ella con vínculos tan fuertes y estrechos.

Y nosotros también, hijos de María, hermanos de Jesucristo, debemos amar y honrar a nuestra Madre. Ella nos adoptó en el Calvario en medio de los más grandes dolores; nos ama como ama Jesús, el cual, muriendo, nos confió a su amor; y como está escrito del Padre Eterno, que amó al mundo hasta darle su propio Hijo, así —dice San Buenaventura— se puede decir de María que nos amó más que a la misma vida de Jesús, a quien ofreció en sacrificio para nuestra salvación.

En el Calvario, Jesús nos dio a María Santísima como Madre e Intercesora nuestra ante su Divina majestad

El virtuoso Tobías, recordando a su hijo sus deberes, le decía: Honra y ama a tu madre todos los días de tu vida, y no olvides los dolores que sufrió por ti. Jesús nos hace desde la Cruz la misma recomendación: He aquí —nos dice, señalándonos a María— a vuestra Madre; no olvidéis sus gemidos, y cuánto sufrió para conquistar sobre vosotros los derechos de la maternidad.

¿Podré ser yo, María, insensible a tan conmovedora exhortación?

¿Podré, después de estas consideraciones, rehusaros dar todo mi corazón?… ¡Ah, sí, de ahora en adelante será mi mayor felicidad amar a mi Madre; amar a mi Madre será el único pensamiento de toda mi vida; amar a mi Madre endulzará todas las penas y reavivará mis esperanzas!

¡No descansaré hasta tener la certeza de haber obtenido la gracia de un constante y tierno amor por vos, oh Madre mía! Quisiera poseer un corazón que os amara por todos los infelices que no os aman. Si tuviera riquezas, querría emplearlas para honraros; si tuviera súbditos, querría hacer de ellos otros tantos servidores de María; por vos y por vuestra gloria sacrificaría voluntariamente mis más preciados intereses.

Sabiendo San José que Jesús había bajado a la tierra por medio de María, se dirigía a esta Virgen divina para presentar a Dios sus homenajes y sus oraciones. Hacía sus ofrendas a Jesús por mano de María. Imitémoslo, si queremos que nuestros votos sean acogidos favorablemente; pidámosle a María que los lleve Ella misma al trono de su Hijo divino.

Viendo Dios que somos indignos de recibir sus gracias directamente de sus manos —dice San Bernardo—, se las da a María, a fin de que por medio de Ella tengamos todo cuanto necesitamos; y también le place y da a Dios mayor gloria el recibir por mediación de María el reconocimiento, el respeto y el amor de que le somos deudores. Justo es que imitemos esta conducta de Dios, a fin de que la gracia vuelva a su Autor por el mismo canal que ha venido a nosotros.

El Altísimo, el Inaccesible., bajó por medio de María hasta nosotros sin detrimento de su Divinidad, y por medio de María, débiles y pequeños como somos, debemos subir hasta Dios sin temer nuestra miseria. ¡Oh, cómo nos sentimos fuertes y poderosos ante Jesús, cuando estamos acompañados por los méritos y la intercesión de su augusta Madre, la cual —dice San Agustín— venció amorosamente el poder de Dios!…

Cualquiera —dice San Buenaventura— que desee tener la gracia del Espíritu Santo, busque la flor sobre el tallo, es decir, a Jesús en María, pues el tallo dará la flor, y con esta tendremos a Dios. Si queréis tener aquella flor divina, procurad con vuestras oraciones hacer curvar su tallo hasta vosotros, y lo poseeréis.

Habiendo querido Dios darnos a Jesucristo por medio de María —dice Bossuet—, no se cambia jamás este orden, porque los dones de Dios son sin arrepentimiento. Es verdad y siempre verdad que habiendo recibido de Ella una vez el principio universal de la gracia, recibamos también por su mediación sus diversas aplicaciones, que corresponden a todos los estados de la vida cristiana.

Dirijámonos a María con una filial confianza; pidámosle que interceda por nosotros ante Dios, y le presente Ella misma nuestros votos y oraciones.

¿Qué podría rehusarle el Eterno Padre, después de haberla elevado tan alto, y el Espíritu Santo, después de haberla elegido por Esposa? ¿Y qué mayor contento que el de Jesús, al poder devolver a su Madre por toda la eternidad cuanto Ella, durante su vida mortal, hizo por Él con tanto amor y generosidad?

Hija, Esposa, Madre de Dios, María es omnipotente en el Cielo para socorrer a todos los que a Ella se dirigen con amor y confianza.

Finalmente, el mejor medio de honrar a María es aplicarse con todo empeño a imitar sus virtudes. Y nuestros homenajes no pueden ser gratos, si nuestra piedad fría y languideciente no está animada por el amor a su divino Hijo. Y no seremos gratos a Jesús sino cuando para agradarle multipliquemos nuestros esfuerzos para asemejarnos a su augusta Madre.

El camino más seguro de la santificación es el de imitar a Jesús, Cabeza de los predestinados; pero el medio más excelente para llegar a imitar al Hijo es el de imitar a la Madre, la copia más perfecta del divino Modelo.

San Agustín llama a María la semblanza de Dios: Forma Dei. El que es arrojado en este molde divino, se imprime en Jesucristo, y Jesucristo en él; se convierte en poco tiempo en semejante a Dios, puesto que se ha formado en el mismo modelo que formó al Hombre-Dios.

El gran secreto de José para llegar a la más alta perfección, consistía en mirar atentamente a María, y observar cómo procedía Ella en las diversas circunstancias de su vida, para imitar sus ejemplos.

Así, el silencio heroico de María, después de la visita del Ángel, inspira a José esa discreción y ese amor a la vida oculta que lo distingue de entre todos los Santos. Aprende de María a amar y tratar a Jesús con ese amor lleno de respeto y ternura que le debía como a Hijo suyo y como a su Dios.

Imitemos a San José, haciendo todas nuestras acciones con María, en María, por María y guiados por María, para hacerlas más perfectamente con Jesús, en Jesús, por Jesús y como guiados por Jesús.

Que el alma de María —dice San Ambrosio— esté en cada uno de nosotros, para glorificar a Dios; que el espíritu de María esté en cada uno de nosotros, para alegrarnos en Dios.

Después de haber colmado a sus hijos de los más preciosos favores, María los conserva en Jesucristo, cuida a Jesucristo en ellos, y les obtiene la gracia de la perseverancia final.

Bienaventurados todos los que, caminando sobre las huellas de María, se esfuerzan en imitar sus virtudes. Como San José, son felices en este mundo por la abundancia de las gracias y de las dulzuras que les obtiene; felices en la hora de la muerte, suave y tranquila entre los brazos de María, que los conduce a las alegrías de la felicidad eterna, prometida y dada a todos los hijos fieles.

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