I. Así como ningún provecho causa la comida material que nos sustenta cuando se halla indispuesto el estómago, del mismo modo no hará provecho alguno el Cuerpo sacramentado de nuestro Señor Jesucristo, que es el sustento espiritual y manjar verdadero del alma, si al entrar no halla en ésta las disposiciones debidas. Vemos que son muchísimas las almas que frecuentan la sagrada Comunión; y con todo apenas después de muchos años han adelantado un paso en el camino de la virtud; señal que no se llegan a la mesa del Señor con la debida disposición.
II. A persuadir esta disposición se dirige este Libro, que te ofrezco como un tesoro el más apreciable del Cristiano. Ni presumas buscar en él otra cosa, que ejercicios de humildad, sentimientos de dolor, y afectos propios de una alma que suspira por unirse a su Dios, mediante este Sacramento de amor; y que luego derretida toda en acción de gracias, procura mostrarse agradecida. Para este fin me propuse ir en toda esta obra fundado precisamente sobre aquella pregunta del Padre Jerónimo de Ripalda; a saber es: «¿Qué debemos pensar antes de la comunión? Respondo: Quién viene en el Sacramento, a quién viene, cómo, y con qué fines». Porque según el parecer de aquel insigne ex-jesuita, en esta sola reflexión descubrirán las almas el medio más fácil y mas oportuno para llegar a comulgar el verdadero Cuerpo del Señor,
III. El motivo de no darse este Sacramento a los que carecen del uso de la razón, no es mas sino porque no pueden discernir ni alcanzar lo que en este Sacramento se encierra; y de aquí es, que para hacer perfecta la disposición de recibirle, es menester la consideración de lo que aquí se contiene. «Cuando te sentares a comer a la mesa del Príncipe», dice el Espíritu Santo (Proverbios 23, v. 1), «atiende con mucho cuidado a lo que te se pone delante». Pues observa este importante aviso cada vez que vas a sentarte a la mesa, no de un Príncipe de la tierra, sino del Supremo Rey de Reyes, formando un vivo concepto y la idea mas alta que рuedas, de su divinidad y Real presencia, conociendo que este es un Sacramento que bajo de aquellos velos que sirven de objeto a tu vista, se oculta el verdadero Maná del Dios hombre, que solo por la fe se puede ver.
IV. Guiado pues de esta soberana luz de la fe, en cuyo obsequio debes sacrificar todos los sentidos de la razón y todos los discursos del entendimiento, debes pensar antes de la comunión, que el que viene a ti en la hostia consagrada es Jesucristo todo entero, con todos sus miembros perfectos y distintos, y las venas con su preciosísima Sangre; el Alma santísima que les da vida con sus infinitos merecimientos; todo esto unido con la Persona del Verbo Eterno con su Divinidad; el mismo Señor que nació de las purísimas entrañas de la Virgen María, que padeció, murió, resucitó, y está a la diestra de Dios Padre, que fue engendrado ab ætérno de su Padre: igual con él en la naturaleza y deidad; debes por último pensar que vas a recibir a todo Dios Trino y Uno, por ser inseparable la Persona del Verbo de la del Padre y la del Espíritu Santo.
V. Reflexiona bien que recibes al Príncipe de las eternidades: la primera nobleza de los Cielos, la infinita sabiduría increada, la suprema Majestad, al Señor absoluto de todo lo criado, al Eterno en poder y majestad, a la fuente de todos los bienes y de todas las perfecciones. En una palabra, vas a recibir a tu Dios, tu Criador, tu Padre, tu Pastor, tu Maestro, tu Capitán, tu Redentor, tu Señor, tu Juez y todo tu mayor tesoro. Atiende pues, si a tan soberana Majestad es justo que le recibas con temor, amor, reverencia y humildad.
VI. Piensa lo segundo a quién viene; que es a ti, por tu cuerpo un poco de barro, hijo del polvo y nieto de la nada: por tu alma, un soplo tan soberbio y desvanecido, que olvidado de tu primer ser, has cometido contra tu mismo Dios tantos pecados, que por el menor de ellos merecías muchos infiernos: a ti viene, que eres un miserable gusanillo, vilísima criatura, llena de ignorancias y flaquezas; la suma pequeñez, juguete del tiempo, heno despreciable que en este instante está verde, y al otro se marchita y seca; ligero humo, que cuando crece se desvanece; un sueño, cuyo ser es fantástico y aparente; una sombra, que pareciendo algo, es nada; un agregado vanísimo de vanidades, ejemplo de la miseria, juego de la fortuna, imagen de la mudanza, epilogo de todas las desdichas; y según tus culpas debes pensar que eres esclavo del demonio, reo de lesa Divina Majestad y digno de todo aborrecimiento. Mira si te sobran los motivos para confundirte y humillarte.
VII. Piensa lo tercero cómo viene; y te dirá la fe que viene como Dios y como hombre, vivo, entero y glorioso, como está en los cielos, siendo para ti Rey, Sacerdote, Pastor, Oveja, Sacrificio, Cordero, y un todo, dándote todo cuanto tenia que dar de las cosas divinas y humanas, de las celestiales y terrenas; pues siendo Señor de todas, entregándose a ti, te entregó con él todo el dominio.
VIII. Finalmente, viene Sacramentado, embozado en los accidentes de pan y vino, para que ejercites la fe con mayor mérito, logrando con ella los frutos de este inefable misterio; para disimular así encubierto con el velo de estos accidentes, y no castigar con rigor tus groserías, mostrando así su indecible bondad y misericordia. Se oculta bajo de estos humildes velos, para evitar la burla que harían los infieles de nuestra sagrada Religión; para esconder su hermosura a los indignos; para probar y experimentar el amor y fidelidad de los suyos; para templar el inmenso resplandor de su Cuerpo glorioso, que no pudieran mirar nuestros ojos flacos. Dióse pues Sacramentado, por atemperarse a nuestra flaqueza e instruirnos desde allí en el modo de servirle. Mira pues si hay motivos para venerarle, adorarle, y recibirle con limpieza y amor.
IX. Últimamente, debes pensar antes de la Comunión los fines con que viene, que no son otros que sustentar tu alma durante el destierro de este mundo con el sabroso Maná de su cuerpo y Sangre. Viene para asistir real y verdaderamente, aunque encubierto, a su Pueblo Cristiano, para que en esta larga peregrinación tuviésemos un alimento espiritual que nos conservara las fuerzas, las reparara después que por algún pecado las volviésemos a perder, nos prestara nueva virtud y vigor para caminar hasta el monte santo de su gloria, donde Lo esperamos ver cara a cara sin los velos que ahora nos Lo impiden mirar.
X. Viene con el designio piadoso de darnos una prenda y señal de aquel infinito amor con que dijo por San Juan, que porque nos amaba hasta el fin, estaría con nosotros hasta el fin del mundo: viene, para que, como redimidos con su Sangre preciosa, no se aparte jamás de nosotros el dulce memorial de su Pasión y Muerte: viene para unirte a Él con un vinculo estrecho de perfectísima caridad, para que por este medio goces tú, yo y todos los fieles cristianos el estar pegados como miembros a nuestra legitima cabeza, que es Cristo. También se propone por fin el que, pues concurrimos con nuestras culpas a su deshonra por mano del judaísmo, concurramos con amor y devoción a venerarle y restituirle su honra. Para estos y otros altísimos fines instituyó Cristo este divino Sacramento. Piensa pues, antes de la Comunión, las infinitas misericordias y liberalidades de este buen Dios, para llegar a recibirle con la disposición debida, y para que no pierdas los infinitos frutos que de esta buena disposición puedes recibir.
ΧΙ. Para mejor lograr esto te advierto, que aunque pongo, como verás, para cada día su distinta preparación, no pretendo por eso el que te sujetes a aquella determinadamente: puede acaso ser, por ejemplo, el día quince la comunión, y acomodarte mas la preparación del día ocho o nueve, por sentir más unción y fervor en las palabras de algunos de estos días, pues deja aquella preparación, y toma una de estos u otros días; pues el fin es, que aproveches, y sea por el medio que fuese.
XII. También te advierto que como apenas hay palabra que no sea del Espíritu Santo, que habla por las santas Escrituras, conviene que no leas sus palabras de priesa como suele suceder, sino que después de leer, te pares un poco, y rumies con la consideración la letra, bajo de cuya corteza se oculta el espíritu. Párate un poco a reflexionar qué es lo que aquellas voces te quieren decir; y si ocurriese el no sentir devoción, antes sí suma tibieza y flojedad, podrás decir estas palabras: «Hablad, Señor, que vuestro siervo oye»; y quedándote recogido un poco interiormente, pasarás luego a lo que sigue. Ni te canses o fastidies porque no sientas algunas veces la dulzura interior y suavidad que antes solías sentir; lo que entonces debes hacer, es ponerte a considerar si hay en ti algún defecto que enmendar: porque has de saber que es prueba de que el Señor te ama, cuando por medio de estas sequedades te avisa. No quiere en las almas, sus esposas, imperfección alguna; y así, para que las vayan enmendando las amonesta por estos caminos de tanta suavidad. Harás pues un breve examen, y si hallares alguna falta, la descubrirás a tu confesor, y darás palabra al Señor de enmendarla: y porque hay algunas almas sobradamente afligidas de los escrúpulos, advierto, que si (después de un diligente examen y de la confesión bien hecha) les ocurre, estando para comulgar, algún defecto leve, no es necesario se levante de allí para buscar al confesor y decírselo; bastará el que formen interiormente dolor de aquella falta, y comulguen. Pero, ¿y si lo hicieren pecado mortal, no siendo siquiera pecado venial, y de modo alguno se pudieren aquietar? Practiquen ciegamente lo que el confesor les mande; y no se metan en más.
XIII. Te aprovechará mucho también para lograr esta disposición el que frecuentes la comunión espiritual. Esta no es otra cosa, según el santo Concilio de Trento (Suárez, cap. 62, sección 1), que un deseo eficaz (se entiende verdadero, fervoroso) de recibir aquel Pan del Cielo, cuyo deseo junto con una viva fe, que por la caridad obra, hace que los que así espiritualmente comulgan, sientan en su alma el fruto y utilidad de aquel divino Pan. Los que así espiritualmente comulgan, decía San Alberto (Sermón 9. De la Sagrada Eucaristía), «sin comer comen; pues sin comer el Cuerpo de Cristo se alimentan de su soberano Espíritu»; esta se llama comunión afectiva y mental, porque a ella concurren tres actos, el entendimiento con fe viva de la caridad informada, cautivándose en obsequio de este altísimo misterio; la memoria, considerando los bienes que se contienen en este Pan divino; y la voluntad deseando el sumo bien de todos, bien incomparable, con un afectuoso deseo de recibirle: de suerte que aquí se contienen los tres actos de fe, esperanza y caridad perfecta. La fe, con la cual consideramos, que en este Sacramento está el Criador, Rey y Señor de todo lo criado, Dios de infinita majestad y perfección; un Dios hombre, amante de los hombres, que es su Padre, su Maestro, su Juez y su Glorificador. A vista de tanto bien se confunde la criatura, pues conoce su vileza, su indignidad y su nada. Contempla la honra que Dios la hace con dársele en este Sacramento; y de aquí nacen los deseos vivos, agudos, eficaces y fervorosos de recibir a Jesucristo.
XIV. De estas últimas palabras podrás inferir que no basta cualquier deseo; es menester que sea tan abrasado y encendido que comulgaras en aquel mismo instante, si en la realidad pudieras, teniendo grande apetencia de esta soberana comida. En virtud de esta dichosa hambre se ejercita el alma en el amor divino; y gozándose de la bondad, caridad, sabiduría, poder y liberalidad de Jesucristo, suspira con las mayores ansias por unirse con su Majestad, y desea que este Sacramento sea reverenciado de todos, de todos amado de un modo tan singular, que no haya quien no quiera gozar de sus bienes.
XV. Son máximos los efectos que esta comunión espiritual causa en nuestras almas: si bien es verdad, que nunca se pueden comparar con los efectos que causa la comunión real. Mayores efectos causó Cristo en la casa de Zaqueo que en la del Centurión, porque aquí fue solo para el criado: y allá fue para toda la casa: estuvo la diferencia en que Cristo entró realmente en la casa de Zaqueo; y solo fue deseado, y se tuvo fe de su poder en la casa del Centurión: por eso recibe mas copiosos frutos el que realmente comulga, que el que solo espiritualmente recibe el Cuerpo del Señor. Esto se entiende siendo una misma la disposición en ambos; porque si el que espiritualmente comulga, se aventaja en disposición al otro, mas copiosos frutos recibirá.
XVI. Los efectos de la Comunión espiritual son: reprimir los apetitos desordenados; pues el hambre de este divino Pan le hace sentir menos el hambre de los gustos viciosos; fecunda también el alma para el ejercicio de las virtudes; únela Cristo a Sí espiritual y amorosamente, más o menos, según ella se dispone. Para esta Comunión no hay tiempo ni lugar señalado; porque como consiste en actos interiores de entendimiento y voluntad, puedes hacerla siempre que gustes; y así en todas las horas del día puedes recibir de este modo a Cristo; y créeme, que esta comunión es la disposición mejor para recibir realmente el cuerpo de Jesucristo.
XVII. Ahora, como es preciso escribir para todas las almas, y la mayor parte de éstas no tendrán quien tal vez les enseñe el modo práctico de comulgar espiritualmente, porque no carezcan de este beneficio, diré en breves palabras el modo como se han de portar.
XVIII. No es posible que hasta que tengas tu afecto muy firme en Dios puedas hacer esta Comunión espiritual sin el socorro del retiro, en donde libre del ruido de las criaturas, puedas recoger toda tu alma para hablar con Dios. Buscarás pues un sitio acomodado para este fin, y (si no te lo embaraza alguna indisposición) te pondrás de rodillas delante de alguna imagen del Santísimo Sacramento, si no fuere en la Iglesia; te persignarás de espacio, dirás luego el acto de contrición, por si hay algún defecto interior; luego procurarás cerrar todos tus sentidos exteriores, y recogidos los interiores, cruzarás las manos sobre el pecho, humillarás un poco la cabeza, y acordándote de la Hostia consagrada, que tantas veces has recibido, te figurarás que está presente, y avivando tu fe, podrás decir estas palabras: «Soberano Señor, yo creo firmemente que en cualquiera parte que os quiera hablar, me oís. No soy digno de recibir el favor que os quiero suplicar; pero vuestra bondad que me ha movido el corazón para pedir, no me ha traído en balde a este lugar. Os deseo con vivas ansias recibir: mi alma se quiere unir con Vos; consoladla con vuestra presencia, y llenadla de vuestra gracia».
Hecha esta breve oración, callarás; y en tu interior, esto es mentalmente, repetirás tres o más veces las siguientes palabras: «Venid, Padre mío; venid, Salvador mío; Huésped dulcísimo de mi alma venid, venid, no os tardéis; apagad los deseos de mi corazón».
XIX. Dicho esto se figurará que Jesucristo viene, y se entra en su pecho. Ya que lo tenga, podrá decirle las palabras de la Esposa de los Cantares (cap. 3, v. 4): «Encontré al Amado de mi alma; lo cogí, y no lo soltaré». Después de esto, se podrá valer de algunas reflexiones, v. g. de su misericordia, bondad, o de aquel particular atributo que mas la mueva á ternura y devoción. Meditará en profundo silencio algún rato; y por último le dará gracias, haciéndole en recompensa del beneficio recibido algún particular obsequio; como por ejemplo el procurar adelantar su culto, hacer esta o la otra mortificación, privarse de alguna diversión o gusto, y cosas semejantes. Por el infinito amor con que este Señor nos ama, te ruego no olvides estas breves instrucciones; y para mejor practicarlas y aprovechar, busca un Confesor sabio, prudente, virtuoso y desinteresado. Jesucristo nos llene de su gracia. Amén.